Hace algunos meses, una persona acudió a mí para pedirme un pequeño apoyo económico. No hice preguntas, tampoco dudé en responder de inmediato y enviarle lo que me pedía. El corazón me dijo que en ese momento hice lo correcto y me sentí feliz y agradecida por poder ayudar.
Ella es mi amiga en Facebook y me daba tristeza ver sus publicaciones pues, cada una de ellas dejaban ver lo mal que la estaba pasando. Problemas con su pareja, se quedó sin empleo, y por si fuera poco, la aqueja una enfermedad que conozco bien.
Unas semanas más tarde, ella volvió a acudir a mí con la misma petición. Nuevamente respondí a su solicitud. Era tan poquito lo que pedía que me inquietó pensar que fuera tan dramática su situación.
El corazón y la razón
Aunque el corazón nuevamente me decía que apoyarla era lo correcto, la razón me comenzó a cuestionar. Volví a revisar sus publicaciones y noté que su situación era la misma que unos meses atrás, nada había cambiado ni con su pareja, ni en el tema laboral y menos aún con su salud, que dicho sea de paso, se trata de una enfermedad que es real y se activa o se agrava con el estrés, la tristeza y las emociones tóxicas o negativas.
Entonces comencé a enviarle información y opciones para que ella tomara acción y pudiera salir del nocivo círculo vicioso en que está atrapada. Sin embargo, a cada propuesta ella respondió con justificaciones para no hacerlo, e incluso dejó de contestar.
Me di cuenta que brindarle la ayuda que pedía era más perjudicial que no hacerlo. Al darle ese apoyo en realidad le estaba bloqueando la urgencia de actuar, de sacudirse, de sacar la garra y demostrarle al mundo y principalmente a ella misma, las maravillas de las que puede ser capaz.
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