De un corazón mexica para la blanca Mérida

Querida blanca Mérida:

Más de 1,300 kilómetros nos separan, pero eso no impide acortar la distancia y darme el gusto de saludarte por este conducto, bajo la promesa de compartirte algunas novedades de mi tierra mexica en una próxima ocasión. Por ahora estoy ansiosa de escucharte y saber de ti, más allá del sobrenombre que ostentas como Ciudad Blanca.

Me habías narrado con orgullo algunas de tus costumbres y tradiciones, como la jarana, el baile típico que, tras un par de golpes del timbal, resuena elegante y colorido desde la península hacia el resto del mundo. Sin embargo, me he enterado de un detalle que desconocía: yo atribuía la verticalidad en la postura de sus intérpretes a la gracia y habilidad que tradicionalmente se entremezcla con el son, pero ahora sé que aquella forma erguida es una cualidad que la distingue de la jota española, resultando en la destreza de danzar con un objeto sobre la cabeza sin perder la gallardía y la sonrisa, ¡qué maravilla!

Por otro lado, debo confesarte que al enterarme de la práctica de la Vaquería imaginé todo, menos que se tratara de una fiesta ofrecida por los antiguos hacendados que, con bailes efectuados por las esposas de los vaqueros durante el convite, tradicionalmente marcaba la época de hierra del ganado.

Conque de ahí el nombre, ¿cierto?

Extraño el carácter pícaro y festivo de tus “bombas” acompañando la jarana, tus andanzas con los Sones de Jaleo parodiando el encuentro entre el toro y el torero, y tu vivacidad frente a la Danza de las Cintas. Pero no es reproche, pues debes saber que admiro tu historia milenaria, tus sitios arqueológicos, la paz de tu convivencia y tu personalidad vibrante, sin olvidar tus paisajes dignos de grabar en postal.

También echo de menos tu sazón. ¡Acá es muy famoso! Tanto, que mi madre imitó la receta de la cochinita pibil ¡y hasta nos chupamos los dedos! No obstante se nos queman las habas por probar una sopa de lima, unos panuchos sin que falte la cebolla morada o unos buenos papadzules, ¡y no se diga la champola o el sorbete!

Mi querida blanca Mérida, tengo que despedirme, pero me quedo con el placer de mantener la fraternidad del gran país que nos hermana con tanta alegría, un honor que acorta distancias e intensifica el afecto. Así que te dejo, por ahora, no sin antes arrancarte una promesa: ¡hazme saber de ti!

Con admiración y respeto:

Un corazón mexica